El gobierno se ha quebrado el cráneo hablando de las brechas entre pobres y ricos. Mi viejo lo hace frecuentemente hablando de la brecha entre jóvenes y adultos. Yo me parto la cabeza tratando de entender como fue y en que parte del mundo me perdí que la generación de los chilean teeneagers tengan tan poco en común con quienes hace diez años enterábamos 17.
Era 1997 y Nirvana, Dos Minutos, Los Tres y Creedence, la llevaban en mi vida. Era un joven estudiante comercialino de 16 años que caminaba tranquilo por una ciudad que conocía solo de raperos y punkies como sectas urbanas y que, por lo mismo, recomendaba alejarse de ambas. En esos 17, el mayor acto de rebeldía que logré tener fue usar las mangas de mi chomba con unos hoyitos donde instalaba mis dedos y la política de no cortarme el pelo hasta que inspector así lo dijera. Podía discutir en clases y trenzarme en luchas políticas pero nunca con el interés de matar la opinión del otro. Como buen Liceo que era, en el mío nos preparaban para la vida afuera enseñándonos, aparte del plan regular de enseñanza, banalidades como subir y bajar escaleras, la postura correcta de una corbata, el correcto lustrado de zapatos, y algunos modales básicos como saludar y despedirse de la gente.
Era 1997 y la imagen de Pinochet estaba latente. Gobernaba Frei hijo y la Selección Chilena llenaba mis sueños con la posibilidad cada vez más cierta de ir a un Mundial. El fútbol era casi un ramo más dentro de la sala de clases. También lo fue el ajedrez, que junto con el pool eran los únicos vicios compartidos por los varones del curso. Las tardes de parranda las conocí solo al año siguiente. El resto de los misterios de la humanidad, bastante después. De carrete poco hablábamos en ese tiempo con mis amigos.
El país ha cambiado. Todo ha cambiado, hace una década nadie creía que una mujer mandaría. Hoy eso es una realidad. Pero en diez años que han transcurrido desde mis tiernos 17, mi hermano hoy ya sale a fiestas sin que nadie lo cuestione en demasía. Solo llega a los 16. Tiene amigas y amigos que han probado lo humano y lo divino, que le han ganado a la vida, incluso. Sabe más de emos, otakus, pokemones, pelolais y góticos, que de batallas ganadas por el ejército libertador. Tiene amigos que estudiarán cosas extrañas como biotecnología. Hace diez años, quien estudiaba cocina ya era mirado con extrañeza. Conoce, al igual que yo por la fuerza de la tecnología, de msn, chats, foros virtuales, comunidades de rol, youtubes, googlegroups, y tiene al Internet como uno de los pilares que sustentan su identidad.
Mi viejo nos mira raro a ambos, porque piensa que somos muy parecidos. Pero yo, en mis pueriles 27, me pierdo en discusiones explicativas de que Nevermind es el mejor disco de los noventa y que supera por lejos al j-rock, del cual se confiesa fanático mi hermano chico. La verdad es que en 10 años el mundo y su gente han cambiado demasiado. Antes el más radical de los radicales que conocí, usaba vestimenta punk emulada de los ingleses setenteros. Hoy tener el pelo verde esta rayando lo normal (siendo el tema de la normalidad un constructo necesario de seguir siendo analizado en el futuro).
Al final, solo respiro tratando de entender las nuevas tendencias y espero que mi pequeño hermano, tan distinto a mi (que todavía encuentro más interesante una buena novela que un Chat interminable en Internet), entre tanto ruido de informaciones, no pierda el sentido propio de la existencia y recuerde siempre que tiene que valorar más lo que puede palpar, que lo que puede ejecutar en un comando computacional. Al final de todo, un abrazo y un beso no se cambian por nada.
Era 1997 y Nirvana, Dos Minutos, Los Tres y Creedence, la llevaban en mi vida. Era un joven estudiante comercialino de 16 años que caminaba tranquilo por una ciudad que conocía solo de raperos y punkies como sectas urbanas y que, por lo mismo, recomendaba alejarse de ambas. En esos 17, el mayor acto de rebeldía que logré tener fue usar las mangas de mi chomba con unos hoyitos donde instalaba mis dedos y la política de no cortarme el pelo hasta que inspector así lo dijera. Podía discutir en clases y trenzarme en luchas políticas pero nunca con el interés de matar la opinión del otro. Como buen Liceo que era, en el mío nos preparaban para la vida afuera enseñándonos, aparte del plan regular de enseñanza, banalidades como subir y bajar escaleras, la postura correcta de una corbata, el correcto lustrado de zapatos, y algunos modales básicos como saludar y despedirse de la gente.
Era 1997 y la imagen de Pinochet estaba latente. Gobernaba Frei hijo y la Selección Chilena llenaba mis sueños con la posibilidad cada vez más cierta de ir a un Mundial. El fútbol era casi un ramo más dentro de la sala de clases. También lo fue el ajedrez, que junto con el pool eran los únicos vicios compartidos por los varones del curso. Las tardes de parranda las conocí solo al año siguiente. El resto de los misterios de la humanidad, bastante después. De carrete poco hablábamos en ese tiempo con mis amigos.
El país ha cambiado. Todo ha cambiado, hace una década nadie creía que una mujer mandaría. Hoy eso es una realidad. Pero en diez años que han transcurrido desde mis tiernos 17, mi hermano hoy ya sale a fiestas sin que nadie lo cuestione en demasía. Solo llega a los 16. Tiene amigas y amigos que han probado lo humano y lo divino, que le han ganado a la vida, incluso. Sabe más de emos, otakus, pokemones, pelolais y góticos, que de batallas ganadas por el ejército libertador. Tiene amigos que estudiarán cosas extrañas como biotecnología. Hace diez años, quien estudiaba cocina ya era mirado con extrañeza. Conoce, al igual que yo por la fuerza de la tecnología, de msn, chats, foros virtuales, comunidades de rol, youtubes, googlegroups, y tiene al Internet como uno de los pilares que sustentan su identidad.
Mi viejo nos mira raro a ambos, porque piensa que somos muy parecidos. Pero yo, en mis pueriles 27, me pierdo en discusiones explicativas de que Nevermind es el mejor disco de los noventa y que supera por lejos al j-rock, del cual se confiesa fanático mi hermano chico. La verdad es que en 10 años el mundo y su gente han cambiado demasiado. Antes el más radical de los radicales que conocí, usaba vestimenta punk emulada de los ingleses setenteros. Hoy tener el pelo verde esta rayando lo normal (siendo el tema de la normalidad un constructo necesario de seguir siendo analizado en el futuro).
Al final, solo respiro tratando de entender las nuevas tendencias y espero que mi pequeño hermano, tan distinto a mi (que todavía encuentro más interesante una buena novela que un Chat interminable en Internet), entre tanto ruido de informaciones, no pierda el sentido propio de la existencia y recuerde siempre que tiene que valorar más lo que puede palpar, que lo que puede ejecutar en un comando computacional. Al final de todo, un abrazo y un beso no se cambian por nada.